Por momentos era difícil centrarse en los museos y las clases de historia, y los chicos esperaban la noche para visitar el mítico "Bar de Tony", donde casi todas las noches era visita obligada. Allí Laurita, la dueña, (nos enteramos que Tony había fallecido haría cosa de un mes) aprendió a preparar el "fernando" a la medida de los argentinos, tanto que en un par de noches se acabó la provisión de Branca, tal era la sed de los expedicionarios cordobeses (y no solo de ellos...). Y allí donde flojeó el Branca estuvo el "Braulio", que no era un tipo de la zona, sino un licor de hierbas similar al mencionado en color y aspecto, pero de dudosa procedencia. Él fue el encargado de suplantarlo en aquel momento aciago. En lo de Tony conocimos personajes de todo tipo y tamaño, tal vez lo más divertido del viaje: Desde el tímido Boris la noche inicial, de pocas palabras pero manos rápidas, hasta Fabiano, el rústico rockero campesino que signó nuestros corazones con su versión "Rasta Furlan" de "Mi bandera" de Sumo en una copa de Cabernet, cual amigo de Vinazzi. No me quiero olvidar tampoco de Gigi y Chipy, Mónica "la difícil", el tío Charly, Simina y su atractivo eslavo, Beetlejuice, el tailandés golpeador y el flaco "metegol".
En mi esfuerzo por redescubrir mis orígenes, era visita obligada el pueblo de mi bisabuelo, donde sin embargo, me encontró la noche sin frazada y sin transporte, habiendo perdido el último bondi a Finisterre, perdón a Udine. Luego de un llamado telefónico, un raid por una librería, una peluquería y el bar del pueblo, me entregué al último recurso: hacer dedo. Pedí cartel, que me fue generosamente concedido y me fuí. Un angel pentecostal rumano con un auto demasiado bueno para un inmigrante y con 2 hijos en el asiento trasero se apiadó de mi alma y me devolvió a la civilización. Se llamaba Cristina y para colmo me bendijo, como para hacerme sentir una basura, igual yo agradecido...
Luego el viento barato de Ryanair me depositó en tierra belga donde cambié el generoso vino friulano por la cerveza trapista, un viaje muy cultural como podrán apreciar...
Allí me recibió el típico clima belga: viento, frío, lluvia, carteles que vuelan, máquinas que te comen los euros, códigos teléfonicos imposibles de marcar y acordeones con melodías nostálgicas y tristísimas. Un paisaje no muy alentador. Hasta que llego al bar y me recibe mi contacto "Ramsés". Son las 3 de la tarde de un domingo y con su compañero Ferris hace de las 10 de la mañana que están chupando. Uno toma el vaso y descubre que en verdad la gente es amable, las habitaciones se vuelven engañosamente espaciosas y ordenadas, la música suena cada vez mejor y uno hasta piensa que puede hablar con los locales en flamenco. Bélgica es un país extraño: lleno de rubios y rubias en bicicletas, que toman cerveza a cualquier hora y comen salchicha, preparan el chocolate más rico de la tierra y son hospitalarios con los extranjeros, la verdad, no entiendo porque alguien querría ir ahí... tendría que estar loco...
El periplo me llevó de nuevo a Italia y en Roma me reencontré no solo con el grupo, sino también con el Príncipe de Angola, quién extrañamente hablaba en español, tales eran sus dotes de políglota. Estaba ofendidísimo porque los guardias suizos del Vaticano no le acreditaron la documentación que llevaba para su audiencia con Ratzinger. Nos contó sobre lo largo de su periplo y de lo decepcionante que sería para su gente saber que el Papa ignoraba su mensaje de paz. Se trataba de un hombre en busca de la iluminación... se refería, sin dudas, a la potente luminaria de la terminal de trenes de Roma... Tratamos de indicarle el camino y al saber que éramos argentinos, se despidió con un "Hasta la victoria siempre!" Nos quedamos pensando que habíamos presenciado un milagro: el quía no nos había mangeado plata en ningún momento...